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domingo, 16 de abril de 2023

La Leyenda del Ñandú

La Leyenda del Ñandú

Hace muchos, muchísimos años, habitaba en tierras mendocinas una gran tribu de indígenas muy buenos, hospitalarios y trabajadores.

Ellos vivían en paz, pero un buen día se enteraron que del otro lado de la cordillera y desde el norte de la región se acercaban aborígenes feroces, guerreros, muy malos.

Pronto, los invasores rodearon la tribu de los indios buenos, quienes decidieron pedir ayuda a un pueblo amigo que vivía en el este.

Pero para llevar la noticia, era necesario pasar a través del cerco de los invasores, y ninguno se animaba a hacerlo.

Por fin, un muchacho como de veinte años, fuerte y ágil, que se había casado con una joven de su tribu no hacía más de un mes, se presentó ante su jefe, resuelto a todo, se ofreció a intentar la aventura, y después de recibir una cariñosa despedida de toda la tribu, muy de madrugada, partió en compañía de su esposa.

Marchando con el incansable trotecito indígena, marido y mujer no encontraron sino hasta el segundo día, las avanzadas enemigas.

Sin separarse ni por un momento y confiados en sus ágiles piernas, corrían, saltaban, evitaban los lazos y boleadoras que los invasores les lanzaban.

Perseguidos cada vez de más cerca por los feroces guerreros, siguieron corriendo siempre, aunque muy cansados, hacia el naciente.

Y cuando parecía que ya iban a ser atrapados, comenzaron a sentirse más livianos; de pronto se transformaban.

Las piernas se hacían más delgadas, los brazos se convertían en alas, el cuerpo se les cubría de plumas. Los rasgos humanos de los dos jóvenes desaparecieron, para dar lugar a las esbeltas formas de dos aves de gran tamaño: quedaron convertidos en lo que, con el tiempo. se llamó ñandú.

A toda velocidad, dejando muy atrás a sus perseguidores, llegaron a la tribu de sus amigos.

Éstos, alertados, tomaron sus armas y se pusieron en marcha rápidamente.

Sorprendieron a los invasores por delante y por detrás. y los derrotaron, obligándolos a regresar a sus tierras.

Y así cuenta la leyenda que fue como apareció el ñandú sobre la Tierra.

La Leyenda del Ñandú

Fuente : Facebook

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La leyenda del benteveo

La leyenda del benteveo

Leyenda del Pitogüé (Benteveo)

Cuando Akitá y Mondorí se casaron, ocuparon una cabaña construida con varios horcones clavados en la tierra y cubiertos con ramas y con hojas de palmera. La nueva oga mí estaba en plena selva misionera.

Cerca, el gran Paraná pasaba impetuoso formando pequeños saltos en las piedras que encontraba al paso.

Al morir la madre de Akitá, su padre, que quedara solo, les pidió albergue en su cabaña y, como buenos hijos, recibieron con cariño al pobre tuyá a quien la edad y las enfermedades habían restado energías y capacidad para trabajar. A pesar de ello él trataba de no ser una carga para sus hijos, a los que ayudaba en lo que le era posible.

Para entonces ya había nacido Sagua-á, que al presente contaba ocho años.

Una de las tareas del abuelo, y que por cierto cumplía con sumo agrado, era atender al pequeño mientras sus padres, por su trabajo, se veían obligados a alejarse de la cabaña.

Grandes compañeros eran el abuelo y el nieto. Jugando, aquél le enseñaba a manejar el arco y la flecha y nada había que distrajera más al niño que ir con él a pescar a la costa del río.

Cuando sus padres volvían, era su mayor orgullo mostrarles el surubí, el pirayú, el pacú o el patí que habían conseguido y que muchas veces ya se estaba asando en un asador de madera dura.

Otras veces, era una vasija repleta de miel de lechiguana que lograran en el bosque no sin grandes esfuerzos.

Para el pobre Tuyá no había más deseos que los de su nieto y, aunque a costa de grandes sacrificios, muchas veces, su mayor felicidad era complacerlo.

Valido de tanta condescendencia, el niño era un pequeño tirano que no admitía peros ni réplicas a sus exigencias.

Sólo en presencia de sus padres que, compadecidos de la incapacidad del abuelo, restringían sus pretensiones, Sagua-á se reprimía.

A medida que el tiempo transcurría, las fuerzas fueron abandonando al pobre viejo que ya no podía llegar hasta la orilla acompañando a pescar a su nieto, ni hasta el bosque a recoger dulces frutos o miel silvestre.

Pasaba la mayor parte de su tiempo sentado junto a la cabaña, haciendo algún trabajo que su poca vista le permitía: tejiendo cestos de fibras vegetales o puliendo madera dura que transformaba en flechas o en anzuelos para su nieto.

Sagua-á correteaba sin cesar, alejándose de la oga mí con cualquier pretexto y dejando solo y librado a sus pocas fuerzas al abuelo, que nada decía por no contrariar al niño ni privarlo de sus diversiones.

Cuando los padres regresaban, encontraban siempre a su hijo junto al abuelo, de modo que, confiados en que el niño no se movía de su lado, dejaban tranquilos la cabaña para cumplir su trabajo en el algodonal.

El anciano, por su parte, jamás había dicho una palabra que pudiera delatar al cuminí, ni intranquilizar a sus hijos.

Pero sucedió que un día, Sagua-á se detuvo más que de costumbre en sus correrías por el bosque con otros niños de su edad y al llegar Akitá y su tembirecó Mondorí a la cabaña, hallaron al abuelo que no había probado alimento por no haber tenido quien se lo alcanzara.

Sus piernas ya no le respondían y era incapaz de moverse sin la ayuda de otra persona.

Indignado Akitá quiso conocer el comportamiento de su hijo en días anteriores, haciendo preguntas al abuelo; pero éste, pensando siempre en el nieto con benevolencia y cariño, contestó con evasivas, evitando acusarlo y encontrando en cambio disculpas que justificaron su alejamiento.

Cuando Sagua-á llegó corriendo y sofocado, tratando de adelantarse al arribo de sus padres, Akitá lo reprendió duramente, enrostrándole su mal proceder, su falta de piedad y de agradecimiento hacia el pobre abuelo que tanto le quería y que no había hecho otra cosa que complacerlo siempre.

Sagua-á nada respondió. Bajó la cabeza y su rostro adquirió una expresión de ira contenida. En su interior no daba la razón a su padre sino que, por el contrario, juzgaba injusto su proceder. ¿Por qué él, sano y fuerte, que podía correr por el bosque, trepar a los árboles, recoger frutos y miel silvestre, o llegar a la costa, echar el anzuelo y pescar apetitosos peces, debía quedarse allí, quieto, junto a una persona inmóvil? ¿Acaso al abuelo, cuando podía caminar, no le gustaba acompañarlo en sus excursiones? ¿Qué culpa tenía él, ahora, de que no pudiera hacerlo? Y en último caso, si no podía caminar, que se quedara el abuelo en la cabaña, que él, por su parte, nada podía remediar quedándose también.

El tirano egoísta había aparecido en estas reflexiones, que si bien no exteriorizó con palabras, lo decían bien a las claras su ceño fruncido y su expresión airada que en ningún momento trató de disimular.

Desde entonces, varios días se quedó la madre en la cabaña. El padre iba solo a trabajar.

El abuelo se había agravado y ya no podía abandonar el lecho de ramas y de hojas de palma.

Era necesario atenderlo y alcanzarle los alimentos, pues él era incapaz de moverse por su voluntad.

Ese día muy temprano, cuando las estrellas aun brillaban en el cielo, Akitá salió a trabajar. Su tembirecó iría algo más tarde pues era imprescindible su ayuda ese día. Sagua-á quedaría cuidando al abuelo.

Cuando despuntaba la aurora, Mondorí consideró que era hora de salir. Antes de hacerlo, despertó a su hijo que dormía profundamente.

El niño se despertó de mala gana, refregándose los ojos con el dorso de sus manos. Malhumorado al tener que dejar el lecho tan temprano, respondió irritado al llamado de la madre:

-¡Qué quieres! ¿No puedes dejarme dormir?

-No seas egoísta, Sagua-á. Tu abuelo no puede quedar solo y además es necesario atenderlo. Su enfermedad le impide moverse por su voluntad y es justo que se lo cuide. Tu padre y yo debemos trabajar y tú tienes la obligación de dedicarte al pobre abuelo enfermo.

-¿Por qué tengo que atenderlo? -insistió iracundo-. ¡Yo había decidido ir al río a pescar y por culpa de él debo quedarme acá como si estuviera prisionero! ¡Ya he preparado la igá y yo iré a pescar! ¡El abuelo no necesita nada!

-¡No seas malo, Sagua-á! Recuerda que tu abuelo fue siempre muy bueno contigo y que sólo bondades y mimos has recibido de él. Ahora te necesita, ¡es justo que le dediques tu atención! ¡Te prohíbo que te muevas de casa! ¡Ya irás a pescar cuando hayamos vuelto tu padre y yo!

-¿Exiges que me quede? Muy bien... ¡me quedaré! ¡Pero te aseguro que no me obligarán a hacerlo otra vez! -concluyó amenazante el desesperado Sagua-á.

Triste se fue Mondorí al reconocer los sentimientos mezquinos que dominaban a su hijo. Mientras iba caminando, pensó en Sagua-á cuando era pequeñito y recordó la bondad que albergaba entonces su corazón...

Con su manecita tierna acariciaba a los animalitos que se acercaban a la cabaña en busca de alimento y a los que era capaz de dar lo que él estaba comiendo... Y no olvidaba el día cuando, entre dos de sus deditos traía una florecilla silvestre cortada por él mismo que le entregó mirándola con expresión tan alegre y orgullosa como si le hubiera dado un tesoro...

¡Cómo había cambiado su hijo! ¡Qué malos sentimientos se habían apoderado de su alma! ¿Cuál sería la causa de este cambio?

Temió la madre por él. Tupá, el Dios que premiaba a los buenos, no dejaba sin castigo a los malos. ¿Qué tendría reservado para Sagua-á?

Dominada por tan tristes pensamientos hizo el camino hasta la plantación de algodón, donde su marido ya estaba trabajando desde tan temprano, y lamentó que la inminencia de la recolección no le hubiera permitido quedarse junto al abuelo enfermo. No tenía confianza en que Sagua-á le prestara la atención necesaria.

Mientras tanto, allá, en la cabaña de la selva misionera, su triste presentimiento se cumplía.

Sagua-á obedeció a su madre: no se movió de la casa; pero se dedicó a arreglar sus útiles de pesca y a preparar los elementos que utilizaría al día siguiente cuando pudiera ir al río como él deseaba.

Del pobre abuelo ni se acordó siquiera. En cierto momento oyó que lo llamaba con voz débil y entrecortada:

-¡Sagua-á...! ¡Sa... gua...á...!

Malhumorado el niño al verse molestado e interrumpido en su ocupación de mala gana respondió:

-¿Qué quieres? ¡Ya voy!

Pero ni se movió.

El anciano, mientras tanto, se debatía en su lecho con un desasosiego que crecía por momentos.

Sagua-á oyó que lo volvía a llamar:

-¡Ven... Sa...gua...á...! ¡Ven... por... favor...!

Acudió por fin el niño de mala gana. Cuando estuvo junto al inimbé donde yacía el enfermo, airado volvió a preguntar:

-¿Qué quieres?

-¡Alcánzame un poco de agua...!

-¿Tu vida se apaga? ¿Se apaga como un cachimbo? -y continuó riendo divertido por la gracia que le habían hecho sus propias palabras.

-Sí... mi vida se apaga... como un pito güé... Alcánzame un poco de agua... Hazme ese favor...

Pero el desalmado, sólo pensaba en reír y repetía sin cesar:

-Pito güé... Pito güé...

El viejo, mientras tanto, llegados sus últimos momentos, con los labios resecos, vencido por una sed abrasadora, expiró.

Al mismo tiempo el niño, que asistía impasible a la escena, continuaba repitiendo las palabras que le habían hecho tanta gracia:

-Pito güé... Pito güé...

Nada le hizo pensar en la transformación que se producía en esos momentos en él.

Su cuerpo se achicaba, se achicaba más y más, cubriéndose de plumas de color pardo. Su cabeza, ya pequeñita, se alargaba y su boca se transformaba en un pico con el que hallaba cierta dificultad para seguir gritando:

-Pito güé... Pito güé...

Momentos después, en la cabaña, sobre su lecho de palma yacía exánime el anciano, mientras en un rincón, junto a la ventana, un pájaro de lomo pardo y pecho amarillo, que tenía una mancha blanca en la cabeza, no cesaba de repetir:

-Pito güé... Pito güé...

Era Sagua-á, que, castigado por su egoísmo y su mal proceder, fue transformado en ave por uno de los genios buenos que enviaba Tupá a la tierra. Ellos eran los encargados de premiar a los buenos y dar, a los malos, su merecido.

Cuando Akitá y Mondoví volvieron, encontraron al anciano muerto en su inimbé.

En el momento de entrar, un pájaro de plumaje pardo y amarillo voló pesadamente, saliendo de la habitación por la abertura de la puerta.

Una vez en el exterior, parado en una rama del jacarandá que crecía junto a la cabaña, no dejaba de gritar con tono lastimero:

-Pi...to güé... Pi...to güé... Pi...to güé...

Este, decían los guaraníes, había sido el origen de nuestro benteveo, al que ellos llamaban pito güé, imitando su grito, en el que creían ver reproducidas las palabras que causaran tanta gracia al pequeño egoísta cuando las oyó de labios del abuelo moribundo.

Vocabulario:

  • Akitá: Terrón.
  • Mondorí: Cierta clase de abeja.
  • Tuyá: Anciano, viejo.
  • Pirayú: Dorado (pez).
  • Pacú: Pez grande de agua dulce.
  • Patí: Pez grande sin escamas.
  • Surubí: Especie de bagre grande.
  • Sagua-á: Arisco.
  • Cuminí: Niño.
  • Tembirecó: Esposa.
En algunos lugares se tiene la creencia que cuando el bentoveo grita al mediodía, junto a una casa, avisa la llegada de gente inesperada: parientes, amigos o personas extrañas.

En otras partes atribuyen su grito cerca de una casa a un anuncio de nacimiento.

También se suele considerar su grito sobre una vivienda como presagio funesto y se lo ahuyenta inmediatamente.

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Leyenda del Huguay-Yetapá (Tijereta)

Leyenda del Huguay-Yetapá (Tijereta)

Esta es la Leyenda del Huguay-Yetapá, más conocido como Tijereta. Sucedió hace muchísimos años.

Tupá había decidido que las almas de los que morían y que debían llegar al cielo, lo hicieran volando con unas alitas que Él enviaba a la tierra por medio de sus emisarios. Claro que para los mortales esas alitas eran invisibles.

Una vez que el alma llegaba al ibaga, Tupá destinaba esa alma a un ave que Él creaba con tal objeto, de acuerdo a las características que hubiera tenido en vida la persona a quien pertenecía.

En un pueblito guaraní vivía Eíra con su madre. Ésta, que había quedado imposibilitada, dependía para todo de su hija, que a su vez se dedicaba a atenderla y cuidarla, ganándose la vida con su trabajo.

Eíra era costurera, y para tener a mano la yetapá que tantas veces necesitaba, la llevaba colgada a la cintura, sobre su blanco delantal, por medio de un cordón oscuro.

Muy trabajadora y diligente, a Eíra nunca le faltaban vestidos para confeccionar, de manera que era muy común verla con tela y tijera, cortando nuevos trabajos.

Se hubiera dicho que la tijera formaba parte de ella misma. Por la mañana, al levantarse y luego de haberse vestido, lo primero que hacía era atarla a su cintura teniéndola pronta para usarla en cualquier momento.

Viejecita y enferma como estaba, y a pesar de los cuidados que le prodigara, la madre de la laboriosa Eíra murió una noche de invierno, cuando el frío era muy intenso y el viento soplaba con fuerza.

Grande fue la pena de esta hija buena, dedicada siempre y únicamente a su madre y a su trabajo.

Desde ese momento quedó sólo con su tarea, a la que se entregó con más ahínco que nunca tratando de distraerse, porque su pena era muy intensa y la desgracia sufrida la había abatido de tal forma que perdió el deseo de vivir.

La tijera así suspendida acompañaba el ritmo de su paso y brillaba el reflejo de la luz, cuando la costurera se movía de un lugar a otro.

No mucho tiempo después de la muerte de su madre, la dulce y sufrida costurera enfermó de tristeza y de dolor, tan gravemente que no fue posible salvarla.

Eíra había sido siempre buena, excelente hija y laboriosa y diligente en sus tareas, por lo que Tupá llevó su anga al cielo.

Allí creó para albergarla un pájaro de plumaje negro, con la garganta, el pecho y el vientre blancos. Omitió los matices alegres y brillantes considerando que su vida había sido humilde, opaca y oscura, aunque llena de bondad y sacrificio.

Cuando Tupá hubo terminado su obra, Eíra se miró y miró a Tupá como intentando pedirle algo.

El Dios bueno, que conoció su intención, dijo para animarla:

-¿Qué deseas, Eíra? ¿Qué quieres pedirme?

Conociendo la amplia bondad de Tupá, comenzó humilde y avergonzada a pedir... ¡ella que jamás había pedido nada!

-Tupá... Dios bueno que complaces a los que te aman y respetan... yo desearía...

-¿Qué es lo que quisieras, Eíra?

-Tú sabes que durante toda mi vida sólo al trabajo me dediqué y quisiera tener un recuerdo de lo que me ayudó a vivir...

-Dime, entonces... ¿qué es lo que deseas?

-Yo desearía tener una tijerita que me recordara la que tanto usé en mi vida en la tierra y que contribuyó a que sostuviera a mi madre...

Encontró Tupá muy de su agrado el pedido de la muchacha, por la intención que lo inspiraba, y tomando las plumas laterales de la cola las estiró hasta dar a la misma la apariencia de una yetapá, como lo deseara la costurera, otorgándole, además, la propiedad de abrirla y cerrarla a su voluntad, tal como hiciera durante tanto tiempo con la de metal con que cortara las telas.

Vocabulario:

  • Tupá: Dios bueno.
  • Ivaga: Cielo.
  • Eíra: Miel.
  • Yetapá: Tijera.
  • Anga: Alma.
  • Jhuguay: Cola.

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Leyendas guaraní cortas de pájaros

La leyenda del Guyraũ

 La leyenda del Guyraũ

Una leyenda guaraní dice que para establecer su superioridad en el mundo, gavilanes y halcones mandados por el águila emprendieron terrible lucha contra cuervos y chimangos capitaneados por el carancho, y contando con la ayuda de los últimos vencieron los primeros y la derrota fue total para los vencidos.

El guyraũ se hallaba dentro de su casa cuando la misma fue quemada por los cuatro costados.

A punto estuvo de perecer el guyraũ, y el color negro que posee le quedó desde entonces. El cardenal se tiñó de sangre su copete. Y los cuatros fueron atados de a dos y remitidos prisioneros. Cuando recuperaron su libertad, por costumbre siguieron marchando así. 

Leyenda del Guayrá Campana del Paraguay

Leyenda del Guayrá Campana del Paraguay

Se afirma que cantó por primera vez, al exhalar su último suspiro Roque González de Santa Cruz, jesuita martirizado por los indios guaraníes, a las órdenes del cacique Ñesu.

La leyenda refiere que en ocasión de estarse levantando una modestísima iglesia, los indios guaraníes destruyeron los muros, pero la campana aún sin badajo, empezó a sonar misteriosamente, y por doquier persiguió a los infieles que habían matado a los misioneros.

La campana fue transformada por Tupá en un pajarito blanco, que al elevar su canto parece realmente la voz de una campana... 

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Leyenda del Yrupe

Leyenda del Yrupe

Yasy había nacido con un pequeño mal incurable; amaba los astros.

Desde pequeña quería la Luna y vivía para ella. Cuando ésta no aparecía en el cielo, Yasí lloraba insomne las noches enteras.

Y cuando el pálido satélite surcaba raudo la inmensidad cubierta de estrellas, la enamorada se vestía con las mejores galas, y pasaba la noche entera en celeste idilio con el astro. Entonces era hermosísima y la Luna le daba a su rostro un halo sobrenatural.

Así los dos se amaron mucho tiempo. Hasta que un día Yasy desesperada de vivir tan lejos de su celestial amante, decidió ir en su busca.

Subió a uno de los árboles más altos y desde él tendió los brazos para que el astro la recogiera. Pero fue inútil. Entonces bajó y trepó a la cima más alta de la montaña y allí esperó el paso de la Luna, pero también fue en vano.

Descorazonada y vencida volvió al valle y allí camino largo tiempo, sus pies desgarrados por las piedras y las espinas, manaban abundante sangre.

En su marcha llegó a un lago de aguas límpidas. Se miró en ellas y vio su imagen reflejada al lado de la Luna. ¡Era el milagro!. Sin vacilar se arrojó a sus brazos, pero la imagen se desvaneció y las aguas se cerraron sobre ella cubriendo para siempre su imposible sueño.

Tupá, compadecido de aquel gran amor, la transformó en Yrupé con hojas de forma de un disco lunar y que mira hacia lo alto en procura de su amado ideal. De noche cierra sus pétalos cubriendo las manchas de sangre de sus heridas, pero cuando la Luna aparece, las abre, y todavía platica con ella.

La Leyenda del Yrupe

Fuente : Facebook

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