Leyenda del Pitogüé (Benteveo)
Cuando Akitá y Mondorí se casaron, ocuparon una cabaña construida con varios horcones clavados en la tierra y cubiertos con ramas y con hojas de palmera. La nueva oga mí estaba en plena selva misionera.
Cerca, el gran Paraná pasaba impetuoso formando pequeños saltos en las piedras que encontraba al paso.
Al morir la madre de Akitá, su padre, que quedara solo, les pidió albergue en su cabaña y, como buenos hijos, recibieron con cariño al pobre tuyá a quien la edad y las enfermedades habían restado energías y capacidad para trabajar. A pesar de ello él trataba de no ser una carga para sus hijos, a los que ayudaba en lo que le era posible.
Para entonces ya había nacido Sagua-á, que al presente contaba ocho años.
Una de las tareas del abuelo, y que por cierto cumplía con sumo agrado, era atender al pequeño mientras sus padres, por su trabajo, se veían obligados a alejarse de la cabaña.
Grandes compañeros eran el abuelo y el nieto. Jugando, aquél le enseñaba a manejar el arco y la flecha y nada había que distrajera más al niño que ir con él a pescar a la costa del río.
Cuando sus padres volvían, era su mayor orgullo mostrarles el surubí, el pirayú, el pacú o el patí que habían conseguido y que muchas veces ya se estaba asando en un asador de madera dura.
Otras veces, era una vasija repleta de miel de lechiguana que lograran en el bosque no sin grandes esfuerzos.
Para el pobre Tuyá no había más deseos que los de su nieto y, aunque a costa de grandes sacrificios, muchas veces, su mayor felicidad era complacerlo.
Valido de tanta condescendencia, el niño era un pequeño tirano que no admitía peros ni réplicas a sus exigencias.
Sólo en presencia de sus padres que, compadecidos de la incapacidad del abuelo, restringían sus pretensiones, Sagua-á se reprimía.
A medida que el tiempo transcurría, las fuerzas fueron abandonando al pobre viejo que ya no podía llegar hasta la orilla acompañando a pescar a su nieto, ni hasta el bosque a recoger dulces frutos o miel silvestre.
Pasaba la mayor parte de su tiempo sentado junto a la cabaña, haciendo algún trabajo que su poca vista le permitía: tejiendo cestos de fibras vegetales o puliendo madera dura que transformaba en flechas o en anzuelos para su nieto.
Sagua-á correteaba sin cesar, alejándose de la oga mí con cualquier pretexto y dejando solo y librado a sus pocas fuerzas al abuelo, que nada decía por no contrariar al niño ni privarlo de sus diversiones.
Cuando los padres regresaban, encontraban siempre a su hijo junto al abuelo, de modo que, confiados en que el niño no se movía de su lado, dejaban tranquilos la cabaña para cumplir su trabajo en el algodonal.
El anciano, por su parte, jamás había dicho una palabra que pudiera delatar al cuminí, ni intranquilizar a sus hijos.
Pero sucedió que un día, Sagua-á se detuvo más que de costumbre en sus correrías por el bosque con otros niños de su edad y al llegar Akitá y su tembirecó Mondorí a la cabaña, hallaron al abuelo que no había probado alimento por no haber tenido quien se lo alcanzara.
Sus piernas ya no le respondían y era incapaz de moverse sin la ayuda de otra persona.
Indignado Akitá quiso conocer el comportamiento de su hijo en días anteriores, haciendo preguntas al abuelo; pero éste, pensando siempre en el nieto con benevolencia y cariño, contestó con evasivas, evitando acusarlo y encontrando en cambio disculpas que justificaron su alejamiento.
Cuando Sagua-á llegó corriendo y sofocado, tratando de adelantarse al arribo de sus padres, Akitá lo reprendió duramente, enrostrándole su mal proceder, su falta de piedad y de agradecimiento hacia el pobre abuelo que tanto le quería y que no había hecho otra cosa que complacerlo siempre.
Sagua-á nada respondió. Bajó la cabeza y su rostro adquirió una expresión de ira contenida. En su interior no daba la razón a su padre sino que, por el contrario, juzgaba injusto su proceder. ¿Por qué él, sano y fuerte, que podía correr por el bosque, trepar a los árboles, recoger frutos y miel silvestre, o llegar a la costa, echar el anzuelo y pescar apetitosos peces, debía quedarse allí, quieto, junto a una persona inmóvil? ¿Acaso al abuelo, cuando podía caminar, no le gustaba acompañarlo en sus excursiones? ¿Qué culpa tenía él, ahora, de que no pudiera hacerlo? Y en último caso, si no podía caminar, que se quedara el abuelo en la cabaña, que él, por su parte, nada podía remediar quedándose también.
El tirano egoísta había aparecido en estas reflexiones, que si bien no exteriorizó con palabras, lo decían bien a las claras su ceño fruncido y su expresión airada que en ningún momento trató de disimular.
Desde entonces, varios días se quedó la madre en la cabaña. El padre iba solo a trabajar.
El abuelo se había agravado y ya no podía abandonar el lecho de ramas y de hojas de palma.
Era necesario atenderlo y alcanzarle los alimentos, pues él era incapaz de moverse por su voluntad.
Ese día muy temprano, cuando las estrellas aun brillaban en el cielo, Akitá salió a trabajar. Su tembirecó iría algo más tarde pues era imprescindible su ayuda ese día. Sagua-á quedaría cuidando al abuelo.
Cuando despuntaba la aurora, Mondorí consideró que era hora de salir. Antes de hacerlo, despertó a su hijo que dormía profundamente.
El niño se despertó de mala gana, refregándose los ojos con el dorso de sus manos. Malhumorado al tener que dejar el lecho tan temprano, respondió irritado al llamado de la madre:
-¡Qué quieres! ¿No puedes dejarme dormir?
-No seas egoísta, Sagua-á. Tu abuelo no puede quedar solo y además es necesario atenderlo. Su enfermedad le impide moverse por su voluntad y es justo que se lo cuide. Tu padre y yo debemos trabajar y tú tienes la obligación de dedicarte al pobre abuelo enfermo.
-¿Por qué tengo que atenderlo? -insistió iracundo-. ¡Yo había decidido ir al río a pescar y por culpa de él debo quedarme acá como si estuviera prisionero! ¡Ya he preparado la igá y yo iré a pescar! ¡El abuelo no necesita nada!
-¡No seas malo, Sagua-á! Recuerda que tu abuelo fue siempre muy bueno contigo y que sólo bondades y mimos has recibido de él. Ahora te necesita, ¡es justo que le dediques tu atención! ¡Te prohíbo que te muevas de casa! ¡Ya irás a pescar cuando hayamos vuelto tu padre y yo!
-¿Exiges que me quede? Muy bien... ¡me quedaré! ¡Pero te aseguro que no me obligarán a hacerlo otra vez! -concluyó amenazante el desesperado Sagua-á.
Triste se fue Mondorí al reconocer los sentimientos mezquinos que dominaban a su hijo. Mientras iba caminando, pensó en Sagua-á cuando era pequeñito y recordó la bondad que albergaba entonces su corazón...
Con su manecita tierna acariciaba a los animalitos que se acercaban a la cabaña en busca de alimento y a los que era capaz de dar lo que él estaba comiendo... Y no olvidaba el día cuando, entre dos de sus deditos traía una florecilla silvestre cortada por él mismo que le entregó mirándola con expresión tan alegre y orgullosa como si le hubiera dado un tesoro...
¡Cómo había cambiado su hijo! ¡Qué malos sentimientos se habían apoderado de su alma! ¿Cuál sería la causa de este cambio?
Temió la madre por él. Tupá, el Dios que premiaba a los buenos, no dejaba sin castigo a los malos. ¿Qué tendría reservado para Sagua-á?
Dominada por tan tristes pensamientos hizo el camino hasta la plantación de algodón, donde su marido ya estaba trabajando desde tan temprano, y lamentó que la inminencia de la recolección no le hubiera permitido quedarse junto al abuelo enfermo. No tenía confianza en que Sagua-á le prestara la atención necesaria.
Mientras tanto, allá, en la cabaña de la selva misionera, su triste presentimiento se cumplía.
Sagua-á obedeció a su madre: no se movió de la casa; pero se dedicó a arreglar sus útiles de pesca y a preparar los elementos que utilizaría al día siguiente cuando pudiera ir al río como él deseaba.
Del pobre abuelo ni se acordó siquiera. En cierto momento oyó que lo llamaba con voz débil y entrecortada:
-¡Sagua-á...! ¡Sa... gua...á...!
Malhumorado el niño al verse molestado e interrumpido en su ocupación de mala gana respondió:
-¿Qué quieres? ¡Ya voy!
Pero ni se movió.
El anciano, mientras tanto, se debatía en su lecho con un desasosiego que crecía por momentos.
Sagua-á oyó que lo volvía a llamar:
-¡Ven... Sa...gua...á...! ¡Ven... por... favor...!
Acudió por fin el niño de mala gana. Cuando estuvo junto al inimbé donde yacía el enfermo, airado volvió a preguntar:
-¿Qué quieres?
-¡Alcánzame un poco de agua...!
-¿Tu vida se apaga? ¿Se apaga como un cachimbo? -y continuó riendo divertido por la gracia que le habían hecho sus propias palabras.
-Sí... mi vida se apaga... como un pito güé... Alcánzame un poco de agua... Hazme ese favor...
Pero el desalmado, sólo pensaba en reír y repetía sin cesar:
-Pito güé... Pito güé...
El viejo, mientras tanto, llegados sus últimos momentos, con los labios resecos, vencido por una sed abrasadora, expiró.
Al mismo tiempo el niño, que asistía impasible a la escena, continuaba repitiendo las palabras que le habían hecho tanta gracia:
-Pito güé... Pito güé...
Nada le hizo pensar en la transformación que se producía en esos momentos en él.
Su cuerpo se achicaba, se achicaba más y más, cubriéndose de plumas de color pardo. Su cabeza, ya pequeñita, se alargaba y su boca se transformaba en un pico con el que hallaba cierta dificultad para seguir gritando:
-Pito güé... Pito güé...
Momentos después, en la cabaña, sobre su lecho de palma yacía exánime el anciano, mientras en un rincón, junto a la ventana, un pájaro de lomo pardo y pecho amarillo, que tenía una mancha blanca en la cabeza, no cesaba de repetir:
-Pito güé... Pito güé...
Era Sagua-á, que, castigado por su egoísmo y su mal proceder, fue transformado en ave por uno de los genios buenos que enviaba Tupá a la tierra. Ellos eran los encargados de premiar a los buenos y dar, a los malos, su merecido.
Cuando Akitá y Mondoví volvieron, encontraron al anciano muerto en su inimbé.
En el momento de entrar, un pájaro de plumaje pardo y amarillo voló pesadamente, saliendo de la habitación por la abertura de la puerta.
Una vez en el exterior, parado en una rama del jacarandá que crecía junto a la cabaña, no dejaba de gritar con tono lastimero:
-Pi...to güé... Pi...to güé... Pi...to güé...
Este, decían los guaraníes, había sido el origen de nuestro benteveo, al que ellos llamaban pito güé, imitando su grito, en el que creían ver reproducidas las palabras que causaran tanta gracia al pequeño egoísta cuando las oyó de labios del abuelo moribundo.
Vocabulario:
- Akitá: Terrón.
- Mondorí: Cierta clase de abeja.
- Tuyá: Anciano, viejo.
- Pirayú: Dorado (pez).
- Pacú: Pez grande de agua dulce.
- Patí: Pez grande sin escamas.
- Surubí: Especie de bagre grande.
- Sagua-á: Arisco.
- Cuminí: Niño.
- Tembirecó: Esposa.