El cura oyó la puerta del confesionario abrirse y supo que debía seguir con lo que se le había encomendado por orden divina.
—Hijo mío —díjo el cura, con un tono confortante, suficiente para inspirarle confianza al recién llegado—, siéntete libre de confesar tus pecados y el perdón de Dios será digno de ti.
El sujeto aún no dijo nada luego de que el cura terminara de hablar. Al cura incluso le dio la impresión de que el hombre había girado su cabeza y ahora lo miraba fijamente a través de la rendija. Cuando le iba a preguntar si se encontraba bien, él habló.
—¿Padre Saul? —dijo, con una voz que provocó en el cura un escalofrío que recorrió su espalda, y que no se detuvo hasta llegar debajo de su nuca. La voz parecía más un chillido, de manera que el cura no pudo determinar si se trataba de un hombre, una mujer o un niño. Pero lo que más le intrigaba era que el recién llegado sabía su nombre, cuando apenas esa semana había sido trasladado a la iglesia.
—Dime hijo —respondió el cura, aún desconcertado.
—Padre, he pecado —dijo el sujeto haciendo ruidos extraños al moverse, quizá por los nervios—. He hecho mal, y necesito su perdón.
—Cuéntame hijo, ¿qué pecados has cometido?
—¡Eso no te interesa! —gritó el sujeto, quien ahora sí, aseguraba el cura, estaba pegado a la rendija que los separaba.
—Hijo mío, no puedo concederte el perdón de Dios si no me confiesas tus pecados —le dijo, realmente sorprendido por su reacción tan violenta.
—Como gustes, Saul —contestó él, y a continuación le detalló todos y cada uno de los pecados que había cometido.
Hubo silencio durante unos segundos.
—¿Estás arrepentido, hijo mío?
—Sí, lo estoy —respondió el sujeto, quien, según el cura, pareció soltar una risita al terminar de hablar.
—Entonces por las facultades que me concede la Iglesia, y por intersección de Dios Todopoderoso, te concedo el perdón en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Al terminar de hablar, una carcajada estruendosa hizo al cura saltar de su asiento. Esa risa terrible y un olor a animales muertos lo impulsaron a salir del confesionario para entrar a la parte contraria del mismo, en donde se suponía que estaba la persona que se había confesando.
Al entrar no vio a nadie, solamente sintió el terrible olor que se había impregnado. Pero cuando levantó la vista, vio en la pared de madera algo rasgado aparentemente con las uñas, que decía:
“FÍJATE BIEN A QUIÉN LE CONCEDES EL PERDÓN”.
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—Hijo mío —díjo el cura, con un tono confortante, suficiente para inspirarle confianza al recién llegado—, siéntete libre de confesar tus pecados y el perdón de Dios será digno de ti.
El sujeto aún no dijo nada luego de que el cura terminara de hablar. Al cura incluso le dio la impresión de que el hombre había girado su cabeza y ahora lo miraba fijamente a través de la rendija. Cuando le iba a preguntar si se encontraba bien, él habló.
—¿Padre Saul? —dijo, con una voz que provocó en el cura un escalofrío que recorrió su espalda, y que no se detuvo hasta llegar debajo de su nuca. La voz parecía más un chillido, de manera que el cura no pudo determinar si se trataba de un hombre, una mujer o un niño. Pero lo que más le intrigaba era que el recién llegado sabía su nombre, cuando apenas esa semana había sido trasladado a la iglesia.
—Dime hijo —respondió el cura, aún desconcertado.
—Padre, he pecado —dijo el sujeto haciendo ruidos extraños al moverse, quizá por los nervios—. He hecho mal, y necesito su perdón.
—Cuéntame hijo, ¿qué pecados has cometido?
—¡Eso no te interesa! —gritó el sujeto, quien ahora sí, aseguraba el cura, estaba pegado a la rendija que los separaba.
—Hijo mío, no puedo concederte el perdón de Dios si no me confiesas tus pecados —le dijo, realmente sorprendido por su reacción tan violenta.
—Como gustes, Saul —contestó él, y a continuación le detalló todos y cada uno de los pecados que había cometido.
Hubo silencio durante unos segundos.
—¿Estás arrepentido, hijo mío?
—Sí, lo estoy —respondió el sujeto, quien, según el cura, pareció soltar una risita al terminar de hablar.
—Entonces por las facultades que me concede la Iglesia, y por intersección de Dios Todopoderoso, te concedo el perdón en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Al terminar de hablar, una carcajada estruendosa hizo al cura saltar de su asiento. Esa risa terrible y un olor a animales muertos lo impulsaron a salir del confesionario para entrar a la parte contraria del mismo, en donde se suponía que estaba la persona que se había confesando.
Al entrar no vio a nadie, solamente sintió el terrible olor que se había impregnado. Pero cuando levantó la vista, vio en la pared de madera algo rasgado aparentemente con las uñas, que decía:
“FÍJATE BIEN A QUIÉN LE CONCEDES EL PERDÓN”.
Autor : Desconocido