Esa noche, Adela entró a la habitación de Miguel con una botella de agua bendita en la mano. Estaba desafiando a su esposo, a aquel hijo de mala madre que no quería bautizar a su propio hijo. Ella se lo había pedido, se lo había rogado. No podía volver a pasar por lo de Abel.
Muerto en su cuna, una bruja le había robado la vida.
Adela lo supo desde el primer momento. No fue una enfermedad, no fue una tragedia inexplicable. No hubo fiebre, ni llanto, ni señales de angustia. Solo una quietud antinatural cuando entró a la habitación y vio el diminuto cuerpo de su hijo inmóvil, con los labios azulados y la piel helada.
Pero lo peor no fue encontrar a Abel muerto.
Lo peor fue lo que vio después.
La sombra. Alta, encorvada. Un ser imposible, cuyos movimientos no eran del todo humanos. Se deslizaba hacia la ventana, desapareciendo en la oscuridad de la noche.
Y luego estaba Ismael.
No gritó, no se arrodilló junto al cuerpo de su hijo. Solo observó, con los puños cerrados a los lados y la mandíbula tensa. Como si hubiera estado esperando ese momento.
Desde entonces, Adela no pudo volver a mirarlo de la misma manera.
Los días que siguieron fueron una niebla de llanto y luto, pero para Ismael, fueron otra cosa. Su negocio, que había estado al borde de la quiebra, de pronto floreció. De la noche a la mañana, el dinero comenzó a llegar, los problemas desaparecieron, las oportunidades aparecieron como si el mundo entero se inclinara ante él.
La excusa de Ismael es que se había volcado en el trabajo para pasar el luto, pero Adela creyó notar la diferencia. Notar cómo el peso de la miseria se desvanecía de sus hombros.
El tiempo pasó, y cuando nació Miguel, ella creyó que las cosas serían diferentes. Se aferró a esa idea con desesperación, convenciéndose de que nada volvería a ocurrir. Pero entonces, Ismael se negó a bautizarlo.
Fue inmediato.
Sin dudas, sin explicaciones.
No, dijo. No era necesario.
Adela insistió, le rogó, incluso lo amenazó con hacerlo ella misma. Pero él se mantuvo firme. Y fue entonces cuando entendió la verdad.
Ismael no quería bautizarlo.
Porque Miguel ya estaba prometido.
Porque la bruja volvería por él. Pero esta vez Adela no iba a permitirlo. Si Ismael no protegía a su hijo, ella lo haría.
Así que esa noche, con las manos temblorosas y el corazón golpeando en su pecho, entró a la habitación de Miguel con la botella de agua bendita.
No importaba si Ismael la odiaba por ello. Su hijo no sería la moneda de cambio para la fortuna de su esposo. Él no lo entendía, pero ella sí. Y no iba a dejar que se repitiera.
No había encendido la luz. Caminaba en puntillas, con el pulso acelerado. Pero cuando llegó junto a la cuna, una mano surgió de la oscuridad y la sujetó con fuerza.
Adela ahogó un grito al ver a Ismael emerger de las sombras. Su rostro estaba sereno, pero sus ojos eran dos pozos oscuros e insondables.
—No intentes detenerme, Adela —susurró él.
Ella sintió el pánico recorrerle la espalda.
—¿Qué… qué estás haciendo?
—Ella vendrá pronto.
Adela se quedó helada.
—¡No!
Intentó soltarse, pero él la agarró con más fuerza y la sacó a empujones de la habitación y la arrastró por el pasillo.
—¡Suéltame, hijo de puta!
Ismael no dijo nada. Su rostro era de piedra. La empujó dentro de la habitación contigua y cerró la puerta de golpe.
Adela se lanzó contra la madera con todas sus fuerzas. —¡Ismael! ¡Ábreme, cabrón!
Desde el otro lado, su voz sonó baja, casi resignada.
—No lo entiendes.
Y entonces ella lo vio.
Por la rendija de la puerta, vio el reflejo del cuchillo en su mano.
No había tiempo. Miró alrededor con desesperación. Su única salida era la ventana.
Respiró hondo y corrió hacia ella. El cristal estalló cuando su cuerpo atravesó el vidrio. El golpe la dejó sin aire. Su pierna se dobló bajo su peso y sintió una punzada de dolor en la rodilla.
Pero no podía detenerse.
Se arrastró hasta la puerta principal y la empujó con todas sus fuerzas. Se abrió con un crujido. Y el silencio… demasiado profundo.
Adela cruzó el umbral y subió las escaleras como pudo.
Y entonces lo vio. Ismael estaba junto a la cuna con el cuchillo alzado.
Adela gritó, y ese fue su error, pues el alarido alertó a la bruja.
Desde las sombras, una sombra se deslizó con la velocidad de un depredador. Sus largos dedos huesudos emergieron de la oscuridad y se hundieron en el pecho de Ismael antes de que él pudiera reaccionar. El dolor fue insoportable, un ardor que se extendió por su cuerpo como fuego líquido, pero aún tenía fuerzas.
El hombre apretó los dientes y, con su último aliento, hundió el cuchillo en la criatura. La bruja siseó, sorprendida, su cuerpo se arqueó y se estremeció en una mezcla de ira y agonía. Adela vio cómo las garras de la criatura desgarraban la carne de su esposo, pero él no soltó el arma. La criatura gritó, su voz retumbaba en las paredes con un sonido antinatural que parecía venir de otro mundo.
Adela, aún temblando, apretó la botella de agua bendita entre sus dedos y, sin pensarlo, la arrojó con fuerza sobre la bruja.
El líquido sagrado tocó su piel, y la criatura se retorció en una danza macabra, su carne deshaciéndose como si estuviera siendo devorada por llamas invisibles. Un alarido ensordecedor llenó la habitación mientras la bruja se reducía a cenizas y sombras. Pero con ella, Ismael cayó de rodillas, jadeando, con la sangre manchando su camisa.
La mujer corrió hacia él, sintiendo que su pecho se oprimía con una desesperación incontrolable.
—No, no, no… Ismael, aguanta…
Él la miró con una sonrisa débil, como si ya supiera que no había vuelta atrás.
—Ahora está a salvo. —Su voz era apenas un susurro—. Todos lo estarán.
Adela negó con la cabeza, las lágrimas corriendo por su rostro.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Porque no habrías dejado que lo hiciera... Yo no lo vendí... Quería vengarlo... Arriesgar todo para que ningún padre tuviera que pasar por lo que nosotros pasamos... Si lo bautizabas ella no vendría.
Su respiración se volvió más pesada, más lenta.
—Cuídalo.
Y luego, se quedó en silencio.
Adela sintió que el mundo se rompía en mil pedazos. La casa quedó sumida en una quietud sepulcral, la única presencia en la habitación era la de la cuna, donde Miguel seguía durmiendo plácidamente, ajeno al horror que acababa de terminar.
Afuera, la noche era más silenciosa de lo que nunca había sido.
Y desde esa noche, ningún niño volvió a desaparecer jamás.
— FIN —
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Autoría:
D. Writers y A. Alonso
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