Esposa, madre y heroína ejemplar...
El suegro no la aceptaba como la “esposa” de su hijo. Por eso, ella se casó por poder en la “Capilla de la Florida”.
La boda no aseguró la soñada “vida conyugal” que "enamorada" tanto añorara.
Casi de inmediato debió partir siguiendo el destino militar de su esposo.
Talvés maldijo las “boleadoras” que derribaron el caballo de su hombre, que con coraje increíble atacó una partida enemiga cayendo así prisionero.
Ya encontrándose a bordo de un navío, una noche se reencontró con él, en la condición de prisionero y lastimosamente engrillado.
Siguiendo el destino del "oriental", con él, parte conviviendo tres largos años en la Isla das Cobras, de tal forma que parece una prisionera más.
Pasado el tiempo, se alegró cuando el “marido” deshecha el ofrecimiento de recuperar la “libertad” con la condición de viajar a Norteamérica y permanecer en aquel lugar durante largos años antes de regresar a la tierra natal.
La intimidad de la pareja dio lugar a que ella, le diera la alegría de hacerlo padre por primera vez.
El embarazo transcurrió dentro de lo esperado.
Llegado el tiempo de dar a luz, el Príncipe Regente del Brasil se ofreció para ser padrino de bautismo de la criatura que nació lejos de la patria.
El bautizo tuvo lugar en la capilla imperial, siendo el Conde de Viana quien representó en aquel acto al Príncipe Regente.
Estando prisionero él, trajeron a la vida dos hijos más que alegraron sus tristes días.
Todo lo dicho parece abarcar un extenso período de tiempo. Pero no es así, se trata de un breve lapso de cuatro años en la intrigante vida de la mujer.
Pero todo tiene un inicio, al menos para los acontecimientos que voy a relatar. Me remito para eso a lo expresado por Isidoro De María, viejo narrador, que manifiesta que "el padre de Lavalleja era opuesto al enlace de su hijo con Ana Monterroso, por aversión a los Monterroso, porque eran patriotas o insurgentes, según la clasificación de los godos”.
A causa de esa circunstancia, -añade el cronista, -se efectuó el desposorio en Florida, casándose Ana Micaela Monterroso y Bermúdez con Don Juan Antonio Lavalleja por poder, representándolo Don Fructuoso Rivera, de quien más tarde fue “compadre".
El sacramento tuvo lugar el el 21 de octubre de 1817 siendo bendecido por el Cura Vicario Franco Rafael Oubiña. Siendo testigos de la boda el Mayor Felipe Duarte y el capitán Ramón Mansilla.
Y si bien suele decirse que rara vez, habríase visto nupcia parroquial, tan sola, con consorte de encargo y familias desavenidas, este acontecimiento marca el inicio del relato de hoy.
Por un lado, la “dama” en cuestión logró superar la postura de su suegro conviertiéndose en esposa del futuro jefe de la Agraciada. Y por otro, lo acompañaría siempre en sus sentimientos patrióticos y por la condición de “señora de...” que acababa de asumir.
Ana Monterroso, lucía una fisonomía opulenta con rasgos de notoria energía. Elegida para el amor, lo fue resueltamente en el riesgo y la abnegación, manteniendo erguida su frente y elevando el alma al nivel de los peligros más inesperados.
Tenía la facultad de amar como la de reinar entre los suyos, unas veces con frenesí pasional y otras con lo que el sentido moral y la inteligencia ponen de firme en el corazón femenino.
Como esposa impulsaba a su marido a huir de los hábitos modestos que le caracterizaban, recomendándole: "¡Date corte, Juan Antonio. No te quedes atrás!".
Sobre ella dijo Benjamín Poucel, connotado ganadero francés y autor del sugestivo libro "Les otages de Durazno", refiere, -el año de 1864,- que "esta señora, Madame Lavalleja, está dotada de una gran inteligencia y de notable capacidad. Ha seguido en todas sus faces, -añade,- la larga carrera de aventuras que llevaron a su esposo al grado militar, etc".
El primer percance del hogar sobrevino cinco meses después del enlace en la Florida, esto es, en marzo de 1818, Artigas dispuso que el intrépido esposo se trasladara "al rincón de los Laureles y el Daymán (departamento de Salto), a tomar el mando de la vanguardia contra las fuerzas portuguesas. Allá fué, seguido de la esposa y ocurrió entonces el suceso perturbador de la unión conyugal.
Ana Monterroso se encontraba en el campamento de Purificación cuando su esposo cayó prisionero. Artigas había dado la orden de que todas las mujeres pasaran a Concepción del Uruguay “Arroyo de la China”, ante el peligro de que los portugueses llegaran.
Fue entonces que el marido de Ana cayó prisionero de los portugueses en 1818. Todo debido a su propia imprudencia de cargar con poco más de una decena de hombres a una guardia enemiga que descubre en puntas del Valentín sin percatarse de que en el bajo del arroyo estaba el resto del escuadrón portugués.
Ramón de Cáceres, al escribir las Memorias nos dice cayó “él solito, pues habiendo ido á reconocer el lugar en que habían campado los Portugueses sobre la Costa de Balentín, se le antojó atropellar una Guardia, con una docena de hombres que le acornpañaban, y cortado por un piquete de Caballería enemiga que estaba en un bajo, en su retirada con las “boleadoras” que llevaba él mismo, se voleó su caballo, y lo tomaron prisionero".
Tal como lo sostuve inicialmente, doña Ana sufrió al enterarse de la noticia y de la mala suerte de su esposo, al caer del caballo que se había enredado con las boleadoras que él mismo usara.
Pero no todo estaba perdido, ella presintió que iba a reencontrarse con él. No había pasado aún medio año desde que el Cura Vicario Oubiña los había casado en la Capilla de la Florida.
Y no se equivocaba. Los enemigos respetaron la vida, del hombre pero no sus prendas. Lo despojaron de las espuelas y ropa. No lo conocieron. Le interrogaron para saber quién era, y él respondió: un oficial de Artigas.
Le preguntaron quién era el jefe de las fuerzas, y respondió que él mismo. Prosiguieron en su interrogatorio, queriendo saber quién era él, y respondió: Soy Lavalleja. Al oír su nombre, los enemigos se manifiestaron sorprendidos y dudaron si el hombre mentía.
Pronto el marido de Ana se encontró “atado” y fue conducido a pie, medio desnudo, al campo enemigo. Allí le esperaba otro martirio. En las noches lo mantenían en cepo de lazo, por motivos de seguridad.
Finalmente resolvieron conducirlo al cuartel general de Curado demorando 22 días en llegar. El flamante “esposo” fue conducido a pie por los enemigos y con las esposas bien aseguradas, temían que pudiera escapárseles. Llegaron al fin a su destino.
El general Curado lo recibió bien y lo retuvo en seguridad en su campamento, con la resolución de mandarlo por agua con otros prisioneros; pero recelando Curado que pudiese intentar evadirse, por la circunstancia de presentarse algunos desertores montando buenos caballos, sospechó que tuvieran la intención de facilitar la evasión del prisionero, dio orden de que se le tuviese con una barra de grillos.
El destino inicial fue Montevideo y finalmente la prisión en Río de Janeiro.
Ana solicitó y obtuvo el permiso de Artigas y del mando portugués para acompañar a su marido a Río de Janeiro, embarcando en la misma nave que lo llevó. El comandante portugués Sena Pereira se mostró amable con las damas.
Pedro Montero López recreó la escena, a bordo de la goleta “Oriental”. “…las señoras fueron alojadas con todas las comodidades… se consideró deber, mostrarse con el prisionero caballeresco y generoso, quitándole los hierros… quedó completa y agradablemente sorprendido y agradecido viéndose dentro del camarote de aquella embarcación y mirando aquellas dos señoras durmiendo tranquila y plácidamente, con toda decencia y decoro y que fueron despertadas de improviso por el mágico sonido de la voz del esposo y hermano, se precipitaron como pudieron sobre el feliz prisionero, que las recibió en brazos…”
El transporte hasta Río fue a bordo del “Reina de Portugal”. Para alegría de Ana, el capitán del buque decidió quitarle los grillos: pero la situación no quedó solo en eso, el oficial que cumplió la orden del capitán, se extralimitó y no solo se los quitó, sino que inmediatamente los arrojó al mar.
En Río de Janeiro se alojaron en Isla Das Cobras, pequeña extensión de tierra que se encuentra en el centro de la Bahía de Guanabara. En la entrada de la Bahía estaba la fortaleza de Santa Cruz y es allí donde se alojaron los prisioneros.
Como dije inicialmente, la intimidad de los esposos se respetó y fruto del amor que se tenían nació primero una niña. Entonces los recibió el Príncipe Regente de Portugal, Juan VI, en cuya capilla se bautizó la hija mayor de Lavalleja, que se llamó Rosaura, transcurría el lejano 13 de abril de 1819. Fueron sus padrinos el conde y condesa de Viana.
Por ese tiempo, Ana fue enterada por el marido de que le habían realizado un ofrecimiento para obtener la libertad a cambio de no regresar a la tierra natal. Para obtener la preciada libertad debía embarcarse a Norteamérica y comenzar allí un nueva vida. No era lo que él buscaba.
Y nuevamente, la compañía de la esposa lo fortaleció, ella muy segura, de que no era conveniente lo alentó a no aceptar. Y, cuando se insistió para que aceptara la propuesta garantizándole de que la estadía de la pareja en las tierras del Norte se aseguraba con un “sueldo” de Coronel que le pagaría la potencia imperial, estuvo con él, en la negación.
La segunda hija de Ana, se llamó Elvira, nació el 3 de junio de 1820 y fue bautizada en la Matriz de Río, siendo sus padrinos, Francisca Lavalleja y Manuel Menezes y Castello Branco, hijo del Conde de Viana.
Ya en el viaje de retorno a Montevideo, nació frente a isla de Lobos, Ana bendijo así -a su esposo- con el advenimiento del hijo varón al que llamaron Edigio Juan Pedro, quien se convirtió en el tercer vástago de los Lavalleja Monterroso.
Estimado lector, aunque extenso el texto, quizás algo cansador sirve para reconocer que Ana pudo convivir con su esposo en aquella isla lejana, y una vez que nacieron sus hijas se le admitió permanecer con su familia, dejando de lado la “leyenda negra” de malos tratos.
Ya por 1821 se encontraron nuevamente en suelo patrio, no sin antes recibir la gracia de Artigas, que envió a Francisco de los Santos a Río de Janeiro llevando los últimos patacones del Prócer para comprar la libertad que finalmente consiguieron.
Estos son solo cuatro años en la vida de Doña Ana.
Adjunto una imagen de la “esposa”, madre y heroína.
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